Por: Andrés Guzmán Escobari
El autor señala que los conflictos internacionales y las tensiones que podrían desencadenar esta controversia armada “se han acentuado y agravado”.
Fuente: Gary Varvel (2015). |
Sin el ánimo de exagerar, los conflictos internacionales y las tensiones que podrían desencadenar la Tercera Guerra Mundial se han acentuado y agravado en los últimos años a niveles ciertamente preocupantes.
En efecto, a partir de 2011, el mundo ha sido testigo del estallido de guerras en Siria (2011), Libia (2011), Sudán del Sur (2013), Ucrania (2014) y Yemen (2014); y los problemas ocasionados por las invasiones de una coalición de países liderada por Estados Unidos en Afganistán (2001) e Iraq (2003), lejos de solucionarse, se han profundizado y radicalizado seriamente con el empoderamiento del Estado Islámico, que ha logrado sembrar el terror no sólo en el Medio Oriente, sino también en Europa.
De igual forma, las insurgencias de Boko Haram y Al Shabab en Nigeria y Somalia respectivamente, han provocado el esparcimiento del terrorismo en toda la región norafricana. A lo cual se suma el largo conflicto palestino-israelí, que no parece tener solución, y la disputa territorial entre Pakistán e India que tampoco es reciente.
Todo ello ha trascendido a su vez, en el surgimiento de una de las peores crisis humanitarias de la historia que se expresa en el desplazamiento forzado de más de 65 millones de personas que han tenido que huir de la guerra y de la persecución, según la Agencia de la ONU para los refugiados (ACNUR, 2015).
Por si fuera poco, las serias disputas territoriales que han surgido en el mar de China y en la península coreana, donde Corea del Norte ha estado desarrollando un programa militar de empoderamiento nuclear, son un reflejo más de un mundo que no parece haber aprendido de la devastación y de la miseria que dejaron las dos guerras mundiales (1914 – 1918 y 1939 – 1945).
Pero si bien es cierto que la ONU y algunos de los países responsables de lo que está ocurriendo, como Estados Unidos, han estado trabajando en la solución de estos problemas, es evidente que sus esfuerzos no han sido suficientes para evitar el surgimiento de las nuevas guerras ni la terminación de los conflictos de larga data.
Un caso particularmente grave es el de Siria, donde lo que comenzó como una protesta contra el gobierno de Bashar al-Ásad, en marzo de 2011, rápidamente se convirtió en una guerra civil de gran escala que ha cobrado la vida de cerca de medio millón de personas, y que ha enfrentado, por un lado, al Gobierno sirio – apoyado por Rusia, Irán y la agrupación política chiita-libanesa Hezbollah – y por el otro lado, a los grupos rebeldes, respaldados a su vez, por Estados Unidos y algunas de las potencias occidentales. Al respecto, es importante destacar que el presidente Barack Obama, de acuerdo con sus promesas electorales de no comprometer a su país en nuevas aventuras bélicas, se ha rehusado a intervenir en Siria, como su antecesor lo había hecho en Iraq y Afganistán.
Por ese motivo, Obama se ha limitado a desplegar esfuerzos diplomáticos en el grupo que se ha conformado en Ginebra para pacificar la zona, que lamentablemente no ha logrado muchos avances, y a realizar bombardeos aéreos, en coordinación con los países de la OTAN, para debilitar a las fuerzas de al-Ásad y del Estado Islámico, lo cual, como era de esperar, tampoco contribuyó a resolver el conflicto.
Por su parte, Rusia, que tiene una base naval de importancia estratégica en Siria, ha vetado – con la ayuda de China–, cada una de las resoluciones propuestas por los miembros del Consejo de Seguridad para apaciguar al gobierno de Damasco que, en agosto de 2013, y sin importarle mucho la línea roja que había trazado Obama respecto a la prohibición de las armas químicas, arrojó gas sarín y mostaza sobre una parte de su población, presumiblemente rebelde, causando la espantosa, dolorosa e inhumana muerte de más de 300 personas.
Ante esa situación, que demostró la debilidad coercitiva de Estados Unidos, que no respondió proporcionalmente a este hecho que desafiaba su autoridad y vulneraba los preceptos más básicos del Derecho Internacional Humanitario, el presidente ruso, Vladimir Putin, decidió intervenir en el conflicto pero no con el objetivo de detener al Gobierno sirio, sino para defenderlo. En efecto, Rusia mandó aviones Su-30 con el fin de atacar a las fuerzas rebeldes y al Estado Islámico, lo cual, en lugar de contribuir a resolver el problema lo agravó y encendió las alarmas de la OTAN que por primera vez desde los tiempos de la Guerra Fría ha visto pasar cazas rusos, más allá de lo que fue la cortina de hierro.
Otro caso de gravedad, y que también trae reminiscencias de lo que fue la Guerra Fría (1945 – 1989), es el conflicto que estalló en Ucrania. Allí, las protestas iniciadas en noviembre de 2013 contra la decisión del presidente Víctor Yanukovych de rechazar un acuerdo de mayor integración económica con la Unión Europea, trascendieron en un conflicto de proporciones que generó la preocupación de Occidente y el contento de la vecina potencia rusa.
En efecto, después de que Yanukovych tuvo que huir, Putin dispuso la ocupación y la consiguiente anexión de la península de Crimea – reconocida por todo el mundo como parte integrante del territorio ucraniano–, con el justificativo de "proteger” y respetar la autodeterminación de sus compatriotas que viven en la zona. Pero si bien la anexión territorial no es nada nuevo para los rusos que durante siglos han seguido una política expansionista para asegurar su acceso a las aguas cálidas del Mediterráneo y del mar Negro, y de hecho, el mismo Putin hizo algo similar en 2008 cuando dispuso ocupar las provincias georgianas de Abjasia y Osetia del sur, para los países del mundo occidental y sobre todo para los miembros de la OTAN, la jugada geopolítica del Kremlin es sencillamente inaceptable, pues no sólo representa una afrenta al sistema internacional de fronteras, sino que es la primera vez que se modifica el mapa de Europa desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Este increíble suceso, que ocurrió hace tan sólo dos años, en 2014, soliviantó divisiones étnicas en Ucrania que, a su vez, propulsó la realización de un referendo, mediante el cual, los habitantes de las provincias ucranianas de Donetsk y Luhansk, colindantes con Rusia, declararon su independencia. Pero como el gobierno de Kiev no reconoció los resultados de ese referendo, estalló la guerra entre por un lado, los ucranianos separatistas pro-rusos –que según Kiev y la OTAN están siendo financiados y apoyados por Moscú, aunque este último lo niega– y las fuerzas militares de Ucrania que, al contrario de los que se podía esperar, no están recibiendo el apoyo decidido de la OTAN ni de Estados Unidos, que han preferido mantenerse al margen. Pero si bien se han hecho algunos esfuerzos diplomáticos entre Ucrania, Rusia, Francia y Alemania, que se han reunido en Minsk para intentar el cese de las hostilidades, los acuerdos alcanzados en la capital bielorrusa no han sido respetados en el campo de batalla.
Aunque explicada muy brevemente, toda esta situación, que una vez más nos demuestra que la violencia sólo genera más violencia y que el sistema internacional del mantenimiento de la paz, configurado en torno a la ONU, requiere una reestructuración que lo haga más eficiente, nos permite advertir con mucha preocupación que la Tercera Guerra Mundial está cada vez más cerca.