Publicado en Página Siete
La Amazonía boliviana
constituye uno de los patrimonios naturales más valiosos del planeta: concentra
una de las mayores biodiversidades del mundo, regula el clima global y sustenta
la vida de cientos de comunidades indígenas y locales. Sin embargo, enfrenta
presiones crecientes por la expansión agrícola, la ganadería extensiva, los
incendios forestales y los efectos del cambio climático. A esto se suman
políticas estatales que han incentivado el uso de fuego como herramienta de
habilitación de tierras, aumentando el riesgo y la frecuencia de grandes
incendios. En este contexto, la decisión de Bolivia de no adherirse a la
Declaración de Glasgow sobre los Bosques y el Uso de la Tierra, adoptada
durante la COP26, resulta especialmente preocupante, pues se ha pasado de tener
un discurso y una política medioambiental activa y coherente, a una política que
sólo muestra contradicciones y un retorica ambigua.
Mientras el Estado
Plurinacional se presenta en foros internacionales como defensor de la Madre
Tierra, su negativa a sumarse a un acuerdo global para frenar y revertir la
deforestación lo ubica junto a un reducido bloque de gobiernos (Argentina,
Nicaragua, Cuba y Venezuela, sólo por citar a los latinoamericanos) que
priorizaron razones políticas e ideológicas por encima de la urgencia
ambiental. Este contraste es una evidencia de la incoherencia y el prevalecimiento
de intereses sectarios sobre los intereses nacionales.
Esto se hace aún más
preocupantes si tenemos en cuenta que la Amazonía boliviana abarca más de 30
millones de hectáreas y es hogar de una de las mayores concentraciones de
biodiversidad del mundo. Sus bosques son fundamentales para la regulación del
clima, la provisión de agua y la conservación de suelos. Además, constituyen el
sustento cultural, económico y espiritual de pueblos indígenas y comunidades
locales que han desarrollado un conocimiento profundo sobre la gestión de los
ecosistemas.
En el plano normativo,
Bolivia ha sido pionera en reconocer a la naturaleza como sujeto de derechos a
través de la Ley N.º 71 (Derechos de la Madre Tierra) y la Ley N.º 300 (Ley de
la Madre Tierra y Desarrollo Integral para el Vivir Bien). Asimismo, la Constitución
de 2009 consagra la protección ambiental como principio rector. Sin embargo, la
implementación de estas normas enfrenta limitaciones debido a la débil
institucionalidad, la falta de coordinación intersectorial y las presiones del
modelo económico extractivista.
La Declaración de
Glasgow sobre los Bosques y el Uso de la Tierra, firmada en la COP26 por más de
140 países, plantea detener y revertir la deforestación para 2030, movilizando
financiamiento internacional y mecanismos de cooperación. La negativa de Bolivia
a sumarse, revela una preferencia por mantener una postura crítica frente a
compromisos globales, priorizando la soberanía nacional sobre recursos
naturales y la afinidad política con gobiernos afines, incluso a costa de empañar
todo lo avanzado en esta materia.
La incoherencia entre
el discurso ambientalista y las decisiones políticas refleja problemas
estructurales en la gobernanza. A pesar de contar con un marco normativo
progresista, Bolivia enfrenta dificultades en la aplicación efectiva de
políticas de conservación. La expansión agropecuaria, la falta de incentivos
para la producción sostenible y las políticas estatales que autorizan el uso de
quemas controladas, Esto último ha derivado en incendios de gran escala y
pérdida de biodiversidad.
La no adhesión a
Glasgow limita además el acceso a recursos financieros internacionales clave
para frenar estas tendencias y le restan recursos al estado que podría
destinarse a programas de desarrollo.
La decisión boliviana
no puede entenderse de manera aislada. Forma parte de un bloque político ideológico
que cuestiona los marcos ambientales multilaterales y que prioriza la soberanía
estatal frente a los compromisos internacionales. Esto afecta la cooperación
amazónica regional, dificultando iniciativas conjuntas para la conservación y
debilitando la capacidad de la región de responder de manera articulada a la
crisis climática.
El futuro de la
Amazonía boliviana dependerá de la capacidad del Estado para implementar
medidas coherentes que integren conservación y desarrollo sostenible. Esto
implica fortalecer la gobernanza institucional, apoyar las iniciativas de los
pueblos indígenas y comunidades locales, promover cadenas de valor sostenibles,
y acceder a mecanismos financieros innovadores como los bonos de carbono y los
pagos por servicios ambientales. Asimismo, Bolivia debe recuperar un papel
activo en la diplomacia ambiental, articulando su liderazgo internacional con
compromisos concretos.
En definitiva, la
Amazonía boliviana enfrenta un punto de inflexión. La retórica de defensa de la
Madre Tierra contrasta con la ausencia de acciones firmes frente a la
deforestación. No adherirse a la Declaración de Glasgow fue una oportunidad
perdida que debilita la imagen internacional del país. Sin embargo, aún es
posible reorientar la política hacia un modelo más coherente, capaz de integrar
conservación, desarrollo y justicia climática. El desafío es pasar del discurso
a la implementación real, reconociendo que el futuro de la Amazonía es también
el futuro de Bolivia.
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