Aunque no se puede cuestionar la efectividad ni el apoyo popular de las medidas de seguridad aplicadas por Bukele, que están a la vista de todos, sí existen dudas razonables acerca de su legalidad y congruencia con lo que él mismo llama “sistema plenamente democrático”.
Publicado en Péndulo
Tras su aplastante victoria en las elecciones
presidenciales de El Salvador, Nayib Bukele dijo a sus simpatizantes: “Sería la
primera vez que en un país existe un partido único en un sistema plenamente
democrático”.
Ante lo que nos preguntamos ¿es realmente
posible un partido único en democracia? o, en otras palabras, ¿es posible el
fascismo en democracia?
Bukele, muy a pesar de que la Constitución
salvadoreña no permite la reelección, también ha dicho que su reelección es el
reflejo de la verdadera democracia. Una manifestación del poder del pueblo,
pues democracia - según Bukele - "significa el poder del pueblo. 'Demos' y
'Kratos'. De ahí viene la palabra democracia".
Si bien eso es cierto y no se puede negar su
amplio apoyo popular, si refinamos un poco el análisis e incluimos algunos
otros parámetros para determinar qué tan democrático es el sistema salvadoreño,
encontramos algunas incongruencias insalvables. Ciertamente, de acuerdo a la
ciencia política liberal y al derecho internacional interamericano, un régimen
político sólo es democrático cuando existe una pluralidad de partidos
políticos, separación de poderes, respeto a los derechos humanos y un estricto
acatamiento al Estado de derecho, entre otras cosas. Parámetros que el actual
sistema salvadoreño no reúne.
Y no los reúne porque la Asamblea Legislativa,
donde Bukele ya tenía mayoría, hizo algunos cambios recientemente que favorecen
al partido oficialista Nuevas Ideas. Entre dichos cambios destacan los
nombramientos de las autoridades judiciales, afines al oficialismo, y el cambio
de la fórmula de conteo de votos para elegir a los diputados, del método Hare
al D’Hondt, lo que favorece a los partidos más votados en detrimento de los
menos votados. Es decir que con el nuevo sistema se ha eliminado, o al menos
reducido, la representación de algunos partidos políticos de oposición en el
legislativo, siempre en favor de Nuevas Ideas.
Por tanto, el título de este artículo, más que
una pregunta discutible, es un oxímoron, como también lo es un sistema
democrático con un estado de excepción permanente. Esto último, debido a que en
El Salvador reina un estado de excepción hace casi dos años, cuando el mismo
Bukele decidió imponerlo para exterminar a las famosas maras salvadoreñas, que
mantenían a El Salvador con los niveles de inseguridad más altos del mundo.
Aunque cualquier estado de excepción es temporal por su naturaleza, Bukele ha dicho
que aún no ha concluido su plan para acabar con la delincuencia, por lo que el
estado de excepción aún se mantendrá.
Entonces, aunque no se puede cuestionar la
efectividad ni el apoyo popular de las medidas de seguridad aplicadas por
Bukele, que están a la vista de todos, sí existen dudas razonables acerca de su
legalidad y congruencia con lo que él mismo llama “sistema plenamente
democrático”. Porque no sólo se trata de las contravenciones aludidas a la
Constitución y al orden democrático en general, sino también a las afectaciones
a los derechos humanos de cientos de salvadoreños injustamente encarcelados,
sin el debido proceso judicial y junto a miles de delincuentes miembros de las
maras, a quienes tampoco se les respetan sus derechos.
Ante los fuertes cuestionamientos que Bukele
ha recibido de la prensa internacional y los organismos encargados de velar por
los derechos humanos, que acusan detenciones arbitrarias, tratos crueles e
inhumanos, tortura, violaciones al debido proceso e incluso desapariciones y
muertes bajo custodia policial, el presidente reelecto de El Salvador ha dicho
que quienes lo critican centran su preocupación en los derechos de los
delincuentes y no en los derechos de la gente honrada, y quienes deciden quién
gobierna en el Salvador, son los salvadoreños; calificando las propuestas y
recetas de dichos organismos de “fracasadas”.
Considerando estos argumentos, podríamos
concluir que la democracia salvadoreña no es una democracia liberal en todo el
sentido de la palabra, sino que se trata de una democracia con sus propias
particularidades, donde efectivamente gobierna la mayoría pero a través de un
solo partido político, y un solo líder, que controla todos los poderes del
Estado. Es decir, una “democracia fascista”, que más allá del oxímoron puede
llevar a El Salvador hacia el autoritarismo iliberal, como ya ocurrió con otros
países donde los presidentes gobernaron o intentaron gobernar más allá de los
límites constitucionales, amparados en su amplio apoyo popular.
El “fascismo democrático” que representa
Bukele y que de hecho ya se encuentra instaurado en El Salvador desde hace
algún tiempo, se proyecta hacia la sociedad internacional como el resultado
lógico de un presidente que ha resuelto exitosamente el problema más apremiante
de su pueblo, la inseguridad. Lo cual si bien resulta razonable y hasta
atractivo en otros países con problemas de delincuencia, se ha llevado a cabo
con una política exterior que no pretende ocultar su inclinación hacia el
autoritarismo y que por tanto genera más dudas.
Ciertamente, en los foros internacionales, el
gobierno de Bukele se ha distanciado claramente de las democracias liberales de
occidente y se ha alineado con los regímenes autoritarios iliberales, liderados
por China y Rusia. En las Naciones Unidas, El Salvador ha sido uno de los pocos
países de la región - junto a Bolivia, Cuba y Nicaragua con los que no comparte
posicionamiento ideológico - que no ha condenado la invasión de Rusia a
Ucrania, dando muestras de rechazo al orden internacional liberal imperante,
liderado por Estados Unidos.
Por todos estos motivos, el fascismo
democrático de Bukele plantea muchas más dudas que certezas, pero serán los
hechos los que al final nos revelen si dicho sistema es una verdadera
alternativa para garantizar la gobernabilidad, la paz y la prosperidad.
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