domingo, 31 de agosto de 2025

Maduro en la encrucijada de un nuevo orden mundial

La reacción no es casual: el mensaje de Trump va dirigido a todos los gobiernos que han mantenido vínculos con Caracas o que, en opinión de Washington, han cerrado los ojos ante la expansión del narcotráfico y el crimen organizado.


Por Andrés Guzmán Escobari

Publicado en Péndulo de Correo del Sur

Las tensiones entre Venezuela y Estados Unidos han alcanzado un nuevo punto de ebullición con el despliegue de buques de guerra estadounidenses en aguas del Caribe. Esta medida, ejecutada por la administración de Donald Trump, representa no sólo una amenaza directa al régimen de Nicolás Maduro, sino también un movimiento geopolítico con implicaciones regionales y globales que trascienden las fronteras venezolanas.

Desde el primer gobierno de Trump, Estados Unidos endureció de forma sistemática las sanciones contra Caracas, calificando a Maduro como un dictador ilegítimo y vinculándolo directamente con el narcotráfico. En marzo de 2020, el Departamento de Justicia acusó al mandatario venezolano de narcoterrorismo, conspiración para importar cocaína a Estados Unidos y posesión de armas de guerra. Paralelamente, el Departamento del Tesoro señaló a Maduro como líder del Cártel de los Soles, una red de militares y funcionarios acusada de utilizar al Estado venezolano para traficar drogas en coordinación con las FARC y otros grupos criminales.

En este contexto, Washington ofreció inicialmente una recompensa de 15 millones de dólares, que luego aumentó hasta alcanzar los 50 millones por la cabeza de Maduro, superando incluso la cantidad que en su momento se ofreció por Osama bin Laden. El mensaje fue claro: para la Casa Blanca, Maduro no es un presidente legítimo, sino un capo del narcotráfico que debe ser tratado como tal.

La dimensión militar del cerco a Maduro

La ofensiva estadounidense no se limitó a sanciones financieras ni a acusaciones judiciales. A partir de 2025, Washington decidió dar un salto cualitativo al designar a los cárteles de la droga como organizaciones terroristas extranjeras, bajo el argumento de que la crisis de los opioides y el fentanilo —que provoca más de 100.000 muertes anuales en EE. UU.— constituye una amenaza directa a su seguridad nacional. Esta decisión abrió la puerta para que las Fuerzas Armadas estadounidenses participen directamente en operaciones contra el narcotráfico, una tarea que antes estaba reservada a la DEA o al FBI.

En ese marco, el Pentágono puso en marcha un despliegue militar en el Caribe, enviando destructores, buques anfibios, un submarino nuclear y aviones de reconocimiento a las costas venezolanas, con el objetivo de combatir el narcotráfico, una amenaza que efectivamente ha crecido y que Washington considera de primer orden.

Si bien oficialmente se trata de una campaña antidrogas, la maniobra representa una demostración de fuerza que coloca a Maduro contra las cuerdas y advierte a los países de la región relacionados con el narcotráfico que Estados Unidos está dispuesto a usar su poderío militar para defender sus intereses.

Un mensaje a toda la región

El despliegue estadounidense no es una amenaza exclusiva contra Venezuela. Otros países como México, Colombia, Cuba, Nicaragua y Bolivia también han sido señalados por Washington como escenarios clave del tráfico de drogas y, en mayor o menor medida, han expresado su rechazo a la presencia militar norteamericana en el Caribe. La reacción no es casual: el mensaje de Trump va dirigido a todos los gobiernos que han mantenido vínculos con Caracas o que, en opinión de Washington, han cerrado los ojos ante la expansión del narcotráfico y el crimen organizado.

No es secreto que Cuba y Nicaragua han brindado apoyo político y logístico al régimen venezolano, mientras que Bolivia ha respaldado todos y cada uno de los pasos dados por Maduro para consolidarse en el poder, incluyendo el escandaloso fraude electoral de mediados de 2024. Incluso México y Colombia, a pesar de ser socios estratégicos de Estados Unidos en materia de seguridad, han tenido momentos de fricción respecto a la estrategia antidrogas.

De allí que el despliegue militar en el Caribe funcione como un aviso regional: Washington se reserva el derecho de actuar unilateralmente si considera que sus intereses están en riesgo.

Entre sanciones y pragmatismo energético

Las sanciones económicas han sido un pilar del cerco a Maduro. Desde 2017, la administración Trump restringió el acceso del gobierno venezolano a los mercados financieros internacionales, bloqueó activos de PDVSA y sancionó a decenas de funcionarios civiles y militares. Sin embargo, el pragmatismo también se abrió paso. En julio de 2025, pese a la retórica hostil, Washington renovó una licencia a la empresa Chevron para operar en Venezuela y exportar crudo hacia Estados Unidos. La contradicción refleja una tensión clásica en la política exterior norteamericana: confrontar a regímenes adversarios sin renunciar a los intereses estratégicos vinculados al petróleo.

La geopolítica de las zonas de influencia

Más allá de la dimensión venezolana, el despliegue militar estadounidense debe leerse en clave de reconfiguración global del poder. La maniobra se produjo poco después de la reunión entre Donald Trump y Vladimir Putin en Alaska, un encuentro que, según algunas interpretaciones, pudo haber sellado una suerte de repartición de esferas de influencia entre las grandes potencias.

En esta hipotética redistribución, Estados Unidos reafirmaría su control sobre el Caribe y América Latina —el tradicional “patio trasero” de Washington—, mientras que Rusia consolidaría su dominio en Eurasia, incluyendo Ucrania y buena parte de Europa. Por su parte, China se proyectaría como el actor dominante en Asia y el Indo-Pacífico.

Aunque esta lectura es especulativa, resulta revelador que tanto Moscú como Pekín hayan respondido con pronunciamientos tímidos y ambiguos frente al despliegue estadounidense en el Caribe, evitando confrontar directamente a Washington.

El matiz no es menor: sugiere que Rusia y China han asumido que Venezuela ya no es un terreno en el que valga la pena arriesgar una confrontación estratégica con Estados Unidos. Ambos gobiernos mantienen lazos económicos y políticos con Caracas, pero en última instancia parecen priorizar sus propias agendas globales antes que involucrarse en una pugna que podría derivar en un choque militar abierto.

Hacia un nuevo orden internacional

El despliegue militar estadounidense en el Caribe no solo desafía la continuidad de Nicolás Maduro como presidente de Venezuela y presunto líder del Cártel de los Soles. También marca un punto de inflexión en la política internacional, al anunciar el posible surgimiento de un nuevo orden basado en zonas de influencia administradas por las tres grandes potencias del siglo XXI: Estados Unidos, Rusia y China.

Si esta hipótesis se confirma, el futuro inmediato estará caracterizado por un mundo más fragmentado, en el que los conflictos locales se resolverán dentro de los límites establecidos por cada hegemonía regional. Para América Latina, esto significa una mayor presión de Washington para alinear a los gobiernos con sus intereses estratégicos, no solo en materia energética, sino también de acceso a rutas comerciales claves como el canal de Panamá, bajo el argumento de la lucha contra el narcotráfico y la defensa de la seguridad hemisférica.

En suma, lo que comenzó como un operativo militar contra el tráfico de drogas podría ser recordado como el primer movimiento visible de una nueva arquitectura internacional, en la que Maduro y su régimen se convirtieron en la pieza de sacrificio de un nuevo equilibrio de poder.

viernes, 1 de agosto de 2025

6 de agosto: Día de los Países en Desarrollo Sin Litoral

La Resolución, aprobada por la Asamblea General de la ONU, es una victoria simbólica y estratégica para Bolivia, que debe ser la base para un nuevo enfoque en la política boliviana de reintegración marítima.
Franz Subieta Mariscal, presentando la propuesta ante la Asamblea General
Franz Zubieta Mariscal, presentando la propuesta boliviana ante la Asamblea General de la ONU
Por: Andrés Guzmán Escobari

Hace unos días, la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó el 6 de agosto como el Día de los Países en Desarrollo sin Litoral (LLDCs, por sus siglas en inglés), o más específicamente, el Día Internacional de la concienciación sobre las necesidades y los problemas especiales de desarrollo de los LLDCs (Resolución A/79/L.108). Esta fecha, que coincide con el Día de la Independencia de Bolivia, no fue elegida al azar: es el resultado de un esfuerzo más que centenario de la diplomacia boliviana por visibilizar, en el escenario internacional, las profundas desventajas que enfrentan los países sin acceso soberano al mar.

La iniciativa, liderada, redactada y negociada por Franz Zubieta Mariscal –uno de los pocos diplomáticos de carrera en el servicio exterior boliviano– destaca dos datos reveladores:
  1. Que la participación de los LLDCs en las exportaciones mundiales de mercancías sigue siendo marginal, alcanzando apenas el 1,1% del total mundial en 2022.
  2. Que los costos comerciales para estos países son, en promedio, un 30% más altos que los que enfrentan los países en desarrollo con litoral, debido principalmente a las múltiples fronteras, trámites y cargas logísticas que deben superar para acceder a los mercados globales.
Este segundo dato introduce un enfoque tan necesario como innovador: en lugar de comparar a los LLDCs con países costeros en general, se contrasta su situación con la de países en desarrollo con litoral, dejando de lado el sesgo que implica incluir en el análisis a Estados altamente desarrollados sin litoral –como Suiza, Austria o Luxemburgo– que son casos excepcionales.

Así, se revela una verdad esencial: la falta de litoral no es, por sí sola, una condena al subdesarrollo. Lo que verdaderamente obstaculiza el progreso de estos países –más allá de factores internos– es la ausencia de un acceso efectivo, eficiente y garantizado al mar, junto con la carencia de condiciones logísticas, normativas e institucionales adecuadas en los países de tránsito.

En este sentido, uno de los principales desafíos estructurales que enfrentan los LLDCs es su dependencia crítica de los países de tránsito. Esta vulnerabilidad puede verse agravada por factores tan diversos como la inestabilidad sociopolítica, los conflictos armados o las decisiones políticas unilaterales.

Bolivia ha vivido esta realidad en varias ocasiones. Durante la Guerra del Chaco, por ejemplo, enfrentó bloqueos al libre tránsito que le impidieron acceder oportunamente a suministros bélicos cruciales para la defensa de su soberanía. Más recientemente, a mediados de 2024, el presidente Luis Arce tuvo que comunicarse directamente con su homólogo chileno, Gabriel Boric, para solicitar su intervención ante un bloqueo en Arica que impedía el paso de varias cisternas de combustible en tránsito hacia Bolivia.

El bloqueo –ocurrido en un contexto de escasez de diésel y gasolina– fue una medida de presión ejercida por trabajadores de la empresa minera Quiborax, y reconfirmó, una vez más, que el derecho de libre tránsito –que debiera estar garantizado “a perpetuidad”, según los acuerdos bilaterales– sigue dependiendo, en la práctica, de la voluntad política de las autoridades del país de tránsito.

Afiche de uno de los eventos de la Conferencia de Awaza

Cabe subrayar que la Resolución de la ONU también reafirma, aunque de manera implícita, el histórico y casi natural liderazgo de Bolivia dentro del grupo de países sin litoral. Desde la década de 1950, Bolivia ha desempeñado un rol activo y destacado en los foros internacionales dedicados a estos temas, ya sea en la codificación del derecho del mar o en las reuniones multilaterales de los LLDCs.

Figuras como Jorge Escobari Cusicanqui, Walter Guevara Arze, Felipe Tredinnick Abasto, Jorge Gumucio Granier, Armando Loaiza Mariaca y, más recientemente, Franz Zubieta Mariscal, han sido parte de esta tradición diplomática que persiste hasta hoy.

Por todo esto, la proclamación del 6 de agosto como el Día de los países en desarrollo sin litoral representa una victoria simbólica y estratégica para Bolivia, lo que debe ser la base para un nuevo enfoque en la política boliviana de reintegración marítima. Un nuevo enfoque que no se ancla en el pasado, con una retórica victimista que presenta el caso boliviano como único o excepcional, sino que se proyecta con propuestas de beneficio mutuo para todos los involucrados en la resolución de este problema y plantea las desventajas estructurales que enfrenta Bolivia como un caso más de muchos otros a nivel mundial.

En este contexto, la Tercera conferencia de los países en desarrollo sin litoral, que se celebrará en Awaza, Turkmenistán, entre el 5 y el 8 de agosto de 2025 –cuando se conmemorará, por primera vez, este día y el Bicentenario de Bolivia– representa una oportunidad histórica. En ella se adoptará el Plan de Acción de Awaza 2024-2034 (resolución A/RES/79/233), que marca un verdadero punto de inflexión.

El plan no sólo reafirma el derecho al libre tránsito y la necesidad de cooperación con los países de tránsito, sino que plantea una ambiciosa agenda de transformación estructural, integración regional, digitalización, industrialización y resiliencia climática para los LLDCs.

Finalmente, conviene destacar un componente silencioso pero fundamental en este proceso: la diplomacia de carrera. Aun en contextos de desinstitucionalización, inestabilidad o precariedad burocrática, son los diplomáticos formados bajo principios meritocráticos quienes sostienen, con profesionalismo y compromiso, la defensa de los intereses nacionales en los espacios multilaterales.

Este logro en Naciones Unidas –producto de la perseverancia técnica, el conocimiento acumulado y el trabajo silencioso– no sólo posiciona a Bolivia como referente global entre los países sin litoral, sino que también reivindica el papel de una diplomacia profesional que sigue haciendo historia sin necesidad aplausos.