La reacción no es casual: el mensaje de Trump va dirigido a todos los gobiernos que han mantenido vínculos con Caracas o que, en opinión de Washington, han cerrado los ojos ante la expansión del narcotráfico y el crimen organizado.
Por Andrés Guzmán Escobari
Publicado en Péndulo de Correo del Sur
Las tensiones entre Venezuela y Estados Unidos han alcanzado un nuevo punto de ebullición con el despliegue de buques de guerra estadounidenses en aguas del Caribe. Esta medida, ejecutada por la administración de Donald Trump, representa no sólo una amenaza directa al régimen de Nicolás Maduro, sino también un movimiento geopolítico con implicaciones regionales y globales que trascienden las fronteras venezolanas.
Desde el primer gobierno de Trump, Estados Unidos endureció
de forma sistemática las sanciones contra Caracas, calificando a Maduro como un
dictador ilegítimo y vinculándolo directamente con el narcotráfico. En marzo de
2020, el Departamento de Justicia acusó al mandatario venezolano de
narcoterrorismo, conspiración para importar cocaína a Estados Unidos y posesión
de armas de guerra. Paralelamente, el Departamento del Tesoro señaló a Maduro
como líder del Cártel de los Soles, una red de militares y funcionarios acusada
de utilizar al Estado venezolano para traficar drogas en coordinación con las
FARC y otros grupos criminales.
En este contexto, Washington ofreció inicialmente una
recompensa de 15 millones de dólares, que luego aumentó hasta alcanzar los 50
millones por la cabeza de Maduro, superando incluso la cantidad que en su
momento se ofreció por Osama bin Laden. El mensaje fue claro: para la Casa
Blanca, Maduro no es un presidente legítimo, sino un capo del narcotráfico que
debe ser tratado como tal.
La dimensión militar del cerco a Maduro
La ofensiva estadounidense no se limitó a sanciones
financieras ni a acusaciones judiciales. A partir de 2025, Washington decidió
dar un salto cualitativo al designar a los cárteles de la droga como
organizaciones terroristas extranjeras, bajo el argumento de que la crisis de
los opioides y el fentanilo —que provoca más de 100.000 muertes anuales en EE.
UU.— constituye una amenaza directa a su seguridad nacional. Esta decisión
abrió la puerta para que las Fuerzas Armadas estadounidenses participen directamente
en operaciones contra el narcotráfico, una tarea que antes estaba reservada a la
DEA o al FBI.
En ese marco, el Pentágono puso en marcha un despliegue
militar en el Caribe, enviando destructores, buques anfibios, un submarino
nuclear y aviones de reconocimiento a las costas venezolanas, con el objetivo de
combatir el narcotráfico, una amenaza que efectivamente ha crecido y que
Washington considera de primer orden.
Si bien oficialmente se trata de una campaña antidrogas, la
maniobra representa una demostración de fuerza que coloca a Maduro contra las
cuerdas y advierte a los países de la región relacionados con el narcotráfico que
Estados Unidos está dispuesto a usar su poderío militar para defender sus
intereses.
Un mensaje a toda la región
El despliegue estadounidense no es una amenaza exclusiva contra
Venezuela. Otros países como México, Colombia, Cuba, Nicaragua y Bolivia
también han sido señalados por Washington como escenarios clave del tráfico de
drogas y, en mayor o menor medida, han expresado su rechazo a la presencia
militar norteamericana en el Caribe. La reacción no es casual: el mensaje de
Trump va dirigido a todos los gobiernos que han mantenido vínculos con Caracas
o que, en opinión de Washington, han cerrado los ojos ante la expansión del
narcotráfico y el crimen organizado.
No es secreto que Cuba y Nicaragua han brindado apoyo
político y logístico al régimen venezolano, mientras que Bolivia ha respaldado
todos y cada uno de los pasos dados por Maduro para consolidarse en el poder,
incluyendo el escandaloso fraude electoral de mediados de 2024. Incluso México
y Colombia, a pesar de ser socios estratégicos de Estados Unidos en materia de
seguridad, han tenido momentos de fricción respecto a la estrategia antidrogas.
De allí que el despliegue militar en el Caribe funcione como
un aviso regional: Washington se reserva el derecho de actuar unilateralmente
si considera que sus intereses están en riesgo.
Entre sanciones y pragmatismo energético
Las sanciones económicas han sido un pilar del cerco a
Maduro. Desde 2017, la administración Trump restringió el acceso del gobierno
venezolano a los mercados financieros internacionales, bloqueó activos de PDVSA
y sancionó a decenas de funcionarios civiles y militares. Sin embargo, el
pragmatismo también se abrió paso. En julio de 2025, pese a la retórica hostil,
Washington renovó una licencia a la empresa Chevron para operar en Venezuela y
exportar crudo hacia Estados Unidos. La contradicción refleja una tensión
clásica en la política exterior norteamericana: confrontar a regímenes
adversarios sin renunciar a los intereses estratégicos vinculados al petróleo.
La geopolítica de las zonas de influencia
Más allá de la dimensión venezolana, el despliegue militar
estadounidense debe leerse en clave de reconfiguración global del poder. La
maniobra se produjo poco después de la reunión entre Donald Trump y Vladimir
Putin en Alaska, un encuentro que, según algunas interpretaciones, pudo haber
sellado una suerte de repartición de esferas de influencia entre las grandes
potencias.
En esta hipotética redistribución, Estados Unidos
reafirmaría su control sobre el Caribe y América Latina —el tradicional “patio
trasero” de Washington—, mientras que Rusia consolidaría su dominio en Eurasia,
incluyendo Ucrania y buena parte de Europa. Por su parte, China se proyectaría
como el actor dominante en Asia y el Indo-Pacífico.
Aunque esta lectura es especulativa, resulta revelador que
tanto Moscú como Pekín hayan respondido con pronunciamientos tímidos y ambiguos
frente al despliegue estadounidense en el Caribe, evitando confrontar
directamente a Washington.
El matiz no es menor: sugiere que Rusia y China han asumido
que Venezuela ya no es un terreno en el que valga la pena arriesgar una
confrontación estratégica con Estados Unidos. Ambos gobiernos mantienen lazos
económicos y políticos con Caracas, pero en última instancia parecen priorizar
sus propias agendas globales antes que involucrarse en una pugna que podría
derivar en un choque militar abierto.
Hacia un nuevo orden internacional
El despliegue militar estadounidense en el Caribe no solo
desafía la continuidad de Nicolás Maduro como presidente de Venezuela y
presunto líder del Cártel de los Soles. También marca un punto de inflexión en
la política internacional, al anunciar el posible surgimiento de un nuevo orden
basado en zonas de influencia administradas por las tres grandes potencias del
siglo XXI: Estados Unidos, Rusia y China.
Si esta hipótesis se confirma, el futuro inmediato estará
caracterizado por un mundo más fragmentado, en el que los conflictos locales se
resolverán dentro de los límites establecidos por cada hegemonía regional. Para
América Latina, esto significa una mayor presión de Washington para alinear a
los gobiernos con sus intereses estratégicos, no solo en materia energética,
sino también de acceso a rutas comerciales claves como el canal de Panamá, bajo
el argumento de la lucha contra el narcotráfico y la defensa de la seguridad
hemisférica.
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